martes, 10 de octubre de 2017


que una motita de arena,
que una gotita de agua.
Y me quedé hacia adentro,
vuelta hacia adentro,
no en el ombligo,
no,
en el vacío.
Me quedé en el silencio de la noche
que nunca es silencio,
con la mirada clavada en el techo,
en un espacio en blanco.
Como esas imágenes
que se vuelven difusas
si las miras en un punto fijo
y si luego corres la vista
se proyectan en todas partes.
Y entonces
tuve conciencia
que adentro
y
afuera
son la misma cosa.
Adentro y afuera,
la misma cosa.
Conciencia,
no teoría.
Y apareció el invierno,
mi deseo de Islandia,
deshacer y rehacer.
Deshacer.
Hacer.
Vino después la primavera y
con ella la epifanía
en una tarde
tocando una hoja del naranjo de mi patio,
limpiando una sola hoja del naranjo,
iluminada por un rayo de sol.
Un día decidís
limpiar las hojas,
una a una,
cómo si se tratara de un mantra.
Entonces viene la epifanía,
el milagro.
La motita de polvo
ascendía,
y era también
una imagen de mi infancia,
cuando robaba dientes de león
del terreno de al lado de casa
y los soplaba desde la ventana,
con el sol en la cara.
Y miraba absorta el polvo
suspendido en la luz,
el diente de león
como mil paracaídas,
 cayendo despacio.
No había nada que deshacer,
nada que rehacer.
Eso pequeñito
dentro de mi
llamaba igual que el primer día.
Y yo le respondía otra vez:
Sí.
A todo.

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