martes, 15 de noviembre de 2016

Y me hice chiquita, chiquita, chiquita, como una motita de polvo que es más pequeña aún que una motita de arena, que una gotita de agua. Y me quedé hacia adentro, vuelta hacia adentro, no en el ombligo, no, en el vacío. Me quedé en el silencio de la noche que nunca es silencio, con la mirada clavada en el espacio en blanco. Como esas imágenes que se vuelven difusas si las miras fijo y se proyectan luego en todas partes. Y entonces hay conciencia de que adentro y afuera son la misma cosa. Adentro y afuera, la misma cosa. Conciencia, no teoría. Y apareció el invierno, Islandia, deshacer y rehacer, deshacer y rehacer, hilos, hilos, hilos. Deshacer. Y llegó después la primavera, que es lo que le sigue siempre al invierno. Y con ella la epifanía en una tarde tocando la hoja del naranjo de mi patio, limpiando una sola hoja del naranjo iluminada por un rayo de sol multicolor.

La motita de polvo era una imagen de mi infancia, cuando robaba dientes de león del terreno de al lado y los soplaba desde la ventana, con el sol en la cara. Y miraba absorta el polvo suspendido en la luz, el diente de león como mil paracaídas.

No había nada que deshacer, no había nada que rehacer. Si. A todo.