martes, 22 de junio de 2010

ATNEICINEC

Había una vez una princesa que vivía en un palacio real rodeada de lujos, hermosos jardines repletos de flores, manjares que se le ofrecían a toda hora, sirvientes gustosos de agasajarla y un bello príncipe enamorado de ella desde el día que la vió. Sus días transcurrían en la felicidad más constante, como si se tratase de una apacible siesta de primavera.

Una noche su esposo decidió dar una fiesta a la que asistirían todas las personas del reino. La princesa se vistió con su mejor atuendo un hermoso vestido blanco bordado en piedras preciosas, se recogió el pelo con cintas de razo, se maquilló y se dirigió al salón real donde sería la fiesta. Al subir las altas escaleras se dió cuenta que parte de su atuendo se encontraba en ellas, sin sorpresa se puso lo perdido y tomó de la mano al principe, que la esperaba unos escalones arriba. Bailaron toda la noche, comieron los manjares que aún los esperaban, ella lo miraba mientras él saludaba con suma cortesía a cada invitado, la noche transcurría llena de gratas sorpresas hasta que la fiesta terminó.

La princesa se subió a la carroza. Tiraban de ella hermosos caballos adornados con las mismas cintas de su tocado. La carroza se dirigió a su casa. Entró en una habitación a oscuras, casi a escondidas. La esperaba un hada madrina que convirtió su vestido en pobres harapos y a los caballos en ratones. Ella tomó la escoba, sus hermanas le ordenaron limpiar sus dormitorios, su madrastra le pedía resfregar los pisos, asear los baños, quitar la grasa de la cocina, sacar las cenizas del hogar. Ella cumpliría como cada día, con todo.

- El que alguna vez tejió lo sabe, cuando se suelta la lana y los puntos se deshacen, no queda nada. También de lana y dos agujas deben estar hechas algunas ilusiones.

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