sábado, 26 de noviembre de 2011

Luna


Luna se llamaba, pero no era la luna, era apenas una niña con un apellido que no recuerdo. No usaba vestidos porque creía que los vestidos eran una trampa que no les permitía a las niñas subir a los árboles y ver cómo se ven las cosas desde arriba. Y ella siempre quiso mirar desde arriba, aunque se ha caído más de una vez en el intento de llegar más alto. Pero a Luna no le importaba la altura por la altura misma, ella decía que desde arriba se podía ver mejor, el patio de su casa por ejemplo o todos los juegos en el parque.

Luna tenía siempre con ella un conejito hecho de tela y algodón, un conejito pequeño. Con él salía a jugar, también lo acunaba como si fuera un bebé o lo retaba cuando el conejito se escondía debajo de la almohada después de la siesta. Luna creía que cuando ella dormía el conejito salía a pasear o se subía también a los árboles. Lo comprobó una mañana en la que encontró en la espalda del conejito un ramita seca y una hoja del manzano de la huerta de su abuela.

Ese día le contó a sus padres lo que había descubierto y ellos, asustados por su imaginación y por esas ilusiones que creen a los niños sobre los reyes magos y los ratones, le dijeron que seguramente esa hoja y esa ramita se habían enganchado de la ropa de conejito la última vez que lo acompañó en sus travesías por las ramas. Luna no quiso creerles y cuando escucho la explicación relatada de que los juguetes no trepan a los árboles, de que no pueden caminar, se puso a llorar. Su papá quiso consolarla pero fue inútil.

Luna se fue al patio de su casa, subió al árbol más alto y dejó a conejito en la rama más lejana que pudo alcanzar. Ella quería comprobar si al despertarse al otro día, conejito estaría junto a ella en la cama o debajo de la almohada como tantas veces.

Cuando abrió los ojos esa mañana, lo primero que hizo fue buscarlo. Conejito no estaba ni en su habitación, ni en su cama, ni en la de su hermano chiquito. Entonces apurada y expectante se levantó de un salto para ver si sus papás tenían razón y entonces encontraría a conejito en el mismo lugar donde lo había dejado el día anterior.

Subió al árbol, lo más alto que pudo y miró la rama más lejana, ella conocía cada rama de memoria y sabía exactamente cuál era el lugar donde había dejado su juguete preferido. Recordó las palabras de sus padres, esas que decían que los juguetes no saben caminar y mucho menos trepar a los árboles. Las recordó y volvió a mirar la rama. Conejito no estaba ahí, ni en esa, ni en la de al lado, ni en el piso, conejito no estaba. Bajó del árbol buscó por la casa, por la casa de su abuela por las dudas conejito haya olvidado el camino o deseado hacer un paseo más largo. Pero conejito no estaba en ninguna parte.

Luna no le dijo a nadie lo que había pasado pero todos los días al levantarse volvía a mirar en su cama, en la de su hermano y arriba del árbol. Sus padres le preguntaron qué pasó con su juguete, cómo era que ya no jugaba con él y no lo llevaba a todas partes como lo hacía desde el día que se lo regalaron. Ella les dijo que ya no le gustaba jugar con él y que por eso lo guardó en el baúl de los juguetes. Los padres le creyeron contentos de que la niña ya no sueñe con conejos de tela que caminan por la casa y que trepan a los árboles. Poco a poco, Luna dejó de buscarlo.

Un día, muchos días después, exactamente una tarde de primavera, Luna y su mamá caminaron por el centro de la ciudad, un centro pequeño. Ahí en la vereda siempre había una mujer con tres niños que pedía monedas a los que pasaban. Luna se quedaba mirándolos como cada vez, casi hipnotizada. Y después solía preguntar si ellos vivían ahí, si alguna vez iban al parque a jugar, si tenían baúles con juguetes como ella y si los tenían, por qué no estaban jugando…

Tomada de la mano de su mamá, esa vez, volvió a ver a la misma mujer con sus hijos. Y esta vez también se quedó mirando pero no como antes, esta vez vio algo. La nena menor llevaba en su mano un conejito pequeño hecho de tela y algodón. Estuvo a punto de decirle a su mamá pero justo cuando iba a hacerlo vio algo más. El conejito tenia pegada una hoja de paraíso, el mismo árbol en la que ella lo dejó unos días atrás, muchos días atrás.

En ese momento Luna se dio cuenta que los juguetes y los niños tienen piernas más largas que los grandes y corazones de algodón como el de conejito. Entonces no dijo nada y se quedó callada.

Sus padres no podían entender porque rió y rió como un cascabel, toda la semana y por qué nunca más volvió a contar historias sobre juguetes que caminaban.

Luna comprendió que conejito también había aprendido a mirar desde arriba...

2 comentarios:

luci lorenzetti dijo...

que hermoso Fer, me hizo caer mas que una lagrima. Gracias por compartirlo

Unknown dijo...

Gracias Luci, mi primer cuentito cuasi infantil. Hermoso que te haya gustado! Besos